Seguramente, todos coincidimos en afirmar en que la vida está llena de un cúmulo de momentos inciertos e inesperados, de hecho, la única certeza con la que contamos es que cualquier cosa puede suceder en cualquier instante.
Todos viviremos, en alguna ocasión, momentos trascendentales, llenos de significado, que marcarán nuestro destino futuro, que requerirán de nosotros una decisión importante para el devenir de nuestra efímera existencia como miembros de la raza humana.
Son momentos que permanecerán para siempre marcados en nuestro calendario interior con colores dorados.
Sin embargo, irremediablemente, nadie, absolutamente nadie, podrá escapar de los zarpazos amargos.
La desagradable sorpresa del dolor, la pérdida inesperada de un ser querido, la tristeza, la desesperación…
Estos, lamentablemente, también dejarán su huella, envueltos en una bruma oscura en algún lugar de nuestro maltrecho corazón.
Pero, son otros los momentos de los que querría hablarte hoy.
Son esos pequeños regalos, que la vida disfraza de detalles insignificantes, y que pasan a nuestro lado silenciosamente día a día.
He de confesar que, a mi, como a la genial y encantadora Amelie, me gusta «cultivar los pequeños placeres de la vida».
Se me ocurren algunos:
– Oler a tierra mojada mientras sale el sol después de una tormenta.
– Andar descalzo por la hierba fresca.
– Observar como aparecen aviones iluminados descendiendo a través de las nubes.
– Refrescarse la cara en un arroyo transparente después de una larga caminata.
– Deslizar la mano por el tronco de los árboles.
– Tumbarse a escuchar el canto de los pájaros…
Pero, mi pequeño y secreto placer preferido, es observar a las personas cuando piensan que nadie las mira.
Sí, he disfrutado momentos de gran belleza con esta práctica.
Mi teoría es que cuando hacemos algo que nos gusta y pensamos que estamos fuera de la atención de los demás, nos quitamos nuestra «máscara» diaria y aflora nuestra esencia más profunda y escondida.
Recuerdo una ocasión en la que hubiera podido pasarme horas fascinado mirando a una joven desconocida mientras comía, envuelta por una luminosidad y una gracia que recuerdo casi sobrenatural.
Son momentos mágicos y a la vez, sencillos.
Multitud de pequeñas oportunidades que se deslizan diariamente ante nuestros ojos con la esperanza de ser reconocidas.
Son las que decantan la balanza definitivamente hacia una afirmación, que no por repetida y tópica, deja de ser menos cierta: a pesar de todo, la vida es bella.