La felicidad depende exclusivamente de nosotros mismos.
Se construye día a día, a base de esfuerzo y tiempo.
Es un estado interior duradero que nace de una mente sana y serena.
Quien la experimenta de verdad, no se siente destrozado por el fracaso,
ni embriagado por el éxito.
Sabe vivir plenamente las circunstancias adversas y favorables, siendo muy consciente de que son efímeras, que todo cambia, que nada exterior permanece.
Se puede ser feliz y, a la vez, sufrir todo tipo de privaciones corporales y externas y, al contrario, ser infeliz disfrutando de buena salud y con un nivel de vida estable y acomodado.
El placer no conduce a la felicidad.
Es de naturaleza inestable y, con su repetición, suele perder atractivo y convertirse, rápidamente, en desagradable e incluso provocar rechazo.
El placer puede acompañar al odio, a la violencia, a la maldad, a la ambición, a la avidez…
Al contrario, la verdadera felicidad, perdura, crece a medida que se cultiva, se multiplica, engendra un estado de plenitud que se convierte en el fondo inmutable de nuestra personalidad.
Las personas felices desprenden una luz muy especial, cálida, serena y bondadosa.
Son como faros transparentes que nos guían en los momentos más oscuros e inciertos de nuestra vida.