Es curiosa la vida.
Cuando somos niños el tiempo parece detenerse, queremos crecer deprisa para disfrutar cuanto antes de los privilegios de ser adulto, y, de repente, en un suspiro, miras atrás y han pasado 40 años.
Hay tantos olores, sabores, colores, que pueden hacerte volver mágicamente a la infancia…son momentos efímeros que te golpean con gran fuerza, y que te dejan el alma llena de una extraña mezcla de nostalgia, tristeza y emoción.
Esta mañana, he vivido uno de ellos, bajo su hechizo, escribo estas lineas para compartirlo contigo.
Durante mi infancia, existía en mi casa un ritual musical sagrado.
Se cumplía todos los días, sin excepción.
Consistía en que mi hermano, al que yo llamaba por aquel entonces cariñosamente «tatá», después de cada comida, y antes de ir al colegio por la tarde, rebuscaba entre su más precioso tesoro para compartirlo conmigo.
Su bien más preciado era su colección de discos de vinilo, cuidadosamente ordenados y escogidos con un gusto y criterio, ahora me doy cuenta, exquisito.
Yo tenía terminantemente prohibido cualquier acceso a esos diamantes negros, su explicación era tremendamente lógica: eran muy delicados y podía romperlos.
La prohibición, como suele suceder, aún sublimó más en mi mente ese momento que se convirtió durante años en el más esperado del día.
Estirados cada uno en nuestra cama, nos sumergíamos en el rock sinfónico de los 70 de la mano de los geniales Pink Floid, descubríamos la imaginación desbordante de Mike Olfield y su «Tubular bells», la flauta endiablada y llena de rebeldía de Jethro Tull…y un largo etcétera.
Yo tenía no más de 6 o 7 años, y recuerdo como nacían en mi, estirado en aquella cama, con los ojos cerrados, sentimientos que no podía explicar.
La música me traspasaba y me llegaba a lo más hondo.
Era un sentimiento profundo y desbordante.
Yo por aquel entonces, no podía siquiera imaginarlo pero estaba descubriendo a lo que dedicaría mi vida.
Pues bien, ayer, no sé muy bien por qué misterioso proceso mental, ya que nunca en todos estos años tuve esa inquietud, recordé el nombre de uno de mis grupos preferidos de esos tiempos: Camel.
Y, gracias a la magia de Internet, después de casi 40 años localicé el disco que más me llenaba: «The snow goose», editado en 1975.
Esta mañana, en mi particular ritual musical, mientras Mari dormía a mi lado, lo he escuchado.
Por un momento, mi cama se ha transformado en «aquella» cama, las emociones en «aquellas» emociones, mi corazón ha viajado dolorosamente en el tiempo y grandes lágrimas, con la palabra «melancolía» escrita, han marcado mis mejillas.
Sí, he reconocido la semilla.
El sonido de la flauta, los arpegios en las guitarras, la tendencia minimalista, el refinado impresionismo, ese aire celta teñido de resonancias bachianas…
¡Me he visto reflejado en esa música!
Con muy pocos años, mi corazón sabía que aquel sería mi camino, aunque mi cabeza no pudiera ni siquiera sospecharlo, dentro de muy poco nacería en mi una auténtica pasión por la música clásica.
Si me conoces y conoces mi música, posiblemente, tú también lo percibas así.
Aquí tienes tres muestras que duran apenas unos minutos:
Camel – Rhayader.mp3
Camel – Fritha.mp3
Camel – Flight Of The Snow Goose.mp3
La vida es tan bella y pasa tan deprisa…