Desde que nacemos, sentimos instintivamente que nos falta algo.
Es un profundo vacío indefinido que nos acompañará a lo largo de nuestra vida.
Irremediablemente aparece también un deseo de llenarlo.
Es entonces cuando empezamos nuestra particular cruzada en acumular, amasar, poseer.
Albergamos la vana ilusión de llenarlo con objetos, personas, logros personales,profesionales, intelectuales…
Nuestra sociedad anima y aplaude esta tendencia: ya que para ella «somos lo que tenemos».
Y nos vemos inmersos en una auténtica vorágine desproporcionada por acumular más y más.
Contra más poseemos, más crece nuestra ansiedad ya que se hace cada vez más patente que «todo lo que hemos logrado lo podemos llegar a perder».
Porque no hay nada, absolutamente nada de lo que hayamos acumulado que no pueda desaparecer en cualquier momento.
Y el vacío sigue ahí, más hondo y profundo.
Es entonces cuando, si tenemos la fortuna de estar atentos y despiertos, mirando con los ojos del corazón, podemos darnos cuenta de que es inútil todo esfuerzo por querer llenarlo desde el exterior: sólo puede hacerse desde el interior.
Necesitamos un nuevo planteamiento de vida: centrado más en el «ser» que en el «tener».
Sólo así podremos descubrir realmente nuestro enorme potencial humano. Nuestra extraordinaria capacidad para hacer el bien, para conectar con el sufrimiento de los demás, para comprender, escuchar, acompañar, dar felicidad, amar…
Empezamos a sentir, entonces, que el entregarnos a los demás, nos llena.
Que cualquier gesto, por pequeño que sea, de generosidad desinteresada, de desprendimiento, de auténtico amor, aporta un rayo de luz a nuestra oscuridad.
Que abrir el corazón al sufrimiento de los demás y ofrecerles nuestras manos abiertas nos llena de una serena felicidad que, poco a poco, de manera muy sutil y delicada, va mitigando el dolor, va iluminando el camino, y se transforma en el centro de nuestra vida.