Pequeño, ínfimo, insignificante…

Me siento en el sofá, enciendo el televisor y sintonizo uno de mis canales favoritos, el «National Geographic».
Es un documental increíble sobre el Cosmos, nada de cambiar de canal, el mando quieto.
En la pantalla un reputado físico de la NASA explica que, cada una de esas miles de estrellas que podemos admirar todas las noches, son, como nuestro Sol, el centro de sistemas planetarios.
Lo escuchando estupefacto: nunca me había parado a pensarlo.
Osea, que cada una de esas estrellas, tiene un número indeterminado de planetas girando a su alrededor que pueden ser similares a Marte, a Plutón, a Neptuno… o porque no, a nuestra querida Tierra.
El número de planetas que podemos intuir, con un sólo golpe de vista cada noche, es descomunal, inmenso, podrían contarse por millones.
Sigue hablando…
Comenta que muchas de esas estrellas, aunque las veamos, no existen, «han muerto» hace miles de años, como lo hará algún día inevitablemente nuestro Sol.
¡Caray! (Empiezo a encogerme y a ocupar menos sitio…)
Continua el físico, mirándome a los ojos, como si supiera que estoy allí…
Pensar en llegar hasta esos planetas a echar un vistazo es impensable.
Incluso a la velocidad de la luz, tardaríamos miles de años.
Pero, (siempre hay un pero…), es posible que, si existen otras civilizaciones más avanzadas, hayan desarrollado alguna técnica para pillar «un atajo» de unos miles de años desde su planeta. Ellos están investigando alguna de esas técnicas, especialmente una llamada «Agujero de gusano» , por supuesto, no saben «todavía» como crearlo pero esperan en los próximos cientos de años llegar a la solución.
Continúa… y la afirmación final me deja KO: es muy posible que, dadas las dimensiones del Universo, los supuestos alienígenas puedan estar observándonos y  no considerarnos más importantes que unas simples bacterias.
….glups (pienso yo)
Y empiezo a encogerme,
a encogerme y,
por supuesto,
ahora sí,
cambio de canal.

 

Pequeños placeres

Seguramente, todos coincidimos en afirmar en que la vida está llena de un cúmulo de momentos inciertos e inesperados, de hecho,  la única certeza con la que contamos es que cualquier cosa puede suceder en cualquier instante.
Todos viviremos, en alguna ocasión, momentos trascendentales, llenos de significado, que marcarán nuestro destino futuro, que requerirán de nosotros una decisión importante para el devenir de nuestra efímera existencia como miembros de la raza humana.
Son momentos que permanecerán para siempre marcados en nuestro calendario interior con colores dorados.
Sin embargo, irremediablemente, nadie, absolutamente nadie, podrá escapar de los zarpazos amargos.
La desagradable sorpresa del dolor, la pérdida inesperada de un ser querido, la tristeza, la desesperación…
Estos, lamentablemente, también dejarán su huella, envueltos en una bruma oscura en algún lugar de nuestro maltrecho corazón.
Pero, son otros los momentos de los que querría hablarte hoy.
Son esos pequeños regalos, que la vida disfraza de detalles insignificantes, y que pasan a nuestro lado silenciosamente día a día.
He de confesar que, a mi,  como a la genial y encantadora Amelie, me gusta «cultivar los pequeños placeres de la vida».
Se me ocurren algunos:
– Oler a tierra mojada mientras sale el sol después de una tormenta.
– Andar descalzo por la hierba fresca.
– Observar como aparecen aviones iluminados descendiendo a través de las nubes.
– Refrescarse la cara en un arroyo transparente después de una larga caminata.
– Deslizar la mano por el tronco de los árboles.
– Tumbarse a escuchar el canto de los pájaros…
Pero, mi pequeño y secreto placer preferido, es observar a las personas cuando piensan que nadie las mira.
Sí, he disfrutado momentos de gran belleza con esta práctica.
Mi teoría es que cuando hacemos algo que nos gusta y pensamos que estamos fuera de la atención de los demás, nos quitamos nuestra «máscara» diaria y aflora nuestra esencia más profunda y escondida.
Recuerdo una ocasión en la que hubiera podido pasarme horas fascinado mirando a una joven desconocida mientras comía, envuelta por una luminosidad y una gracia que recuerdo casi sobrenatural.
Son momentos mágicos y a la vez, sencillos.
Multitud de pequeñas oportunidades que se deslizan diariamente ante nuestros ojos con la esperanza de ser reconocidas.
Son las que decantan la balanza definitivamente hacia una afirmación, que no por repetida y tópica, deja de ser menos cierta: a pesar de todo, la vida es bella.

Como el agua

Quisiera ser como el agua.
Agua pura, fresca, transparente.
Como un arroyo que nace en la profunda piedra de la montaña.
Refrescar los pies cansados del viajero.
Acariciar el verde musgo junto a las cordilleras heladas.
Escuchar el canto de los pájaros en el primer suspiro del alba.
Jugar con el sol, reflejando un firmamento de estrellas.
Para besar tus labios de una manera furtiva y secreta,
rozar tu mejilla, susurrarte antiguas palabras.
Quisiera ser como un río, que fluye junto a olorosos frutales.
Que no impone resistencia ante los pies que enturbian sus aguas.
Que busca el camino más fácil sin violencia, sorteando las piedras de las dificultades.
Para seguir fluyendo, dulcemente, y morir, en el cálido sol de la tarde,
en el fuego azul del inmenso océano.

Perder el tiempo

La relatividad del tiempo me aterra y me fascina.
Nuestra infancia pasa en apenas un suspiro y de repente nos encontramos en la mitad de la vida, observándola con nostalgia.
Cuando somos felices el tiempo huye deprisa y en el dolor, en el sufrimiento, los minutos parecen eternos.
Es el bien más preciado que poseemos.
Si él termina se acaba todo
No sabemos el que nos queda, cada minuto puedo ser el último y una cosa es segura, mientras la vida avanza nuestro tiempo disponible retrocede.
Es normal pues que a todos nos aterre «perder el tiempo».
Todos deberíamos repetir mentalmente cada día al despertarnos «Karpe diem», aprovecha el momento,  la genial frase de la película «El club de los poetas muertos».
Pero aprovechar el momento no significa trabajar más, hacer «más cosas», correr más deprisa.
Yo creo que es más bien hacer en cada momento lo correcto. Conocer nuestro ritmo interno, gestionar bien nuestro tiempo libre, escuchar nuestro cuerpo y nuestra alma, aprender a «no hacer nada», a abrir los ojos y observar.
Vivir con intensidad el momento presente es un arte que requiere una alta sabiduría, es la única arma de que disponemos para luchar contra el tiempo.
En cada minuto y en cada segundo, donde quiera que estés, ocurren cosas extraordinarias, para apreciarlas, sólo hace falta sentarse, contemplar y escuchar.

Sobre la paz

«Paz», «Amor», «Felicidad», son palabras esenciales en la existencia humana.
Maltratadas por nuestros labios, parecen injustamente vacías  y sin significado, cuando van de boca en boca en este tiempo de Navidad como un mero trámite.
Estos días he estando pensando especialmente en la primera de ellas: la paz.
-¿Qué es la paz?
Muchos responderíamos… que no haya guerra.
Asociamos inmediatamente la paz al conflicto bélico, a la ausencia de enfrentamiento de cualquier tipo entre las personas, a la armonía en el trato verbal o físico con los demás.
Yo prefiero pensar en ella de otra forma.
Me interesa esa paz que sentimos cuando realizamos verdaderamente lo que creemos correcto, cuando miramos a nuestro alrededor y sentimos que estamos en el lugar adecuado para poder desarrollar nuestras cualidades, cuando al final del día, cerramos los ojos y podemos decir, con la mano en el corazón, que no hemos dañado a nadie conscientemente y hemos intentado mejorar y hacer el bien en todas nuestras acciones.
La paz, profunda e interior, es la más valiosa, rara y difícil de encontrar, es la que debemos buscar toda la vida…y esa es la que que te deseo a ti hoy, anónimo lector, día de Navidad de 2011.
Paz, amigo.
Ojalá tengas la dicha de sentirla, de encontrarla durante muchos días en tu vida.

Luces de Navidad

De nuevo, el círculo se cierra.
Las calles se inundan de personas con bolsas de vivos colores.
Por fuera, todo es brillante, luminoso.
Un ritmo frenético se apodera de nosotros, nadie puede escapar, todo sucede más deprisa, sino corres no formas parte de la fiesta.
Las luces de Navidad convierten la ciudad en una enorme pista de aterrizaje, nos atraen, hechizan nuestros sentidos y,de una manera engañosa, quieren hacernos creer que tenemos la obligación de sonreír, de ser felices, de «brillar» como lo hacen ellas…cuando son ellas mismas las responsables de iluminar la soledad, la frustración, la tristeza.
Bajo su despiadada luz, sin poder remediarlo, todos realizamos un exhaustivo balance de nuestra vida y ellas nos muestran, nada más y nada menos, lo que somos en realidad, y donde estamos en este momento, aquí y ahora, en el río de nuestra vida.
Yo, siempre que las miro, siento una sensación agridulce.
Seguramente será por que pienso en la infancia perdida, en sueños dorados que quizás volaron, en aquel niño de piel morena y pantalones cortos, de brillantes ojos negros abiertos a una nueva vida por descubrir, llena de posibilidades.
Pero también me siento feliz, y una sola palabra, profunda y secreta, toma forma en mi corazón: GRACIAS.
Por todo lo bueno que tengo, por lo que soy, y por el gran regalo que la vida quiso darme hace ya 15 años.
¡Feliz Navidad!
¡Siempre hay motivos para decir gracias!

El abismo interior.

Para que la luz brille es necesaria la oscuridad.
Todos tenemos una parte oscura, peligrosa, que nos atrae,  un abismo interior contra el que debemos luchar.
Sabemos que nos oscurece el alma, que es dañina, pero forma parte de nosotros y no podemos renunciar a ella.
En nuestro interior hay anhelos ocultos que van más allá de los pensamientos.
Tratamos de convencernos que somos libres, pero cuando esos anhelos, esas pasiones, nos susurran una orden, cuesta mucho oponer resistencia.
En ese momento debemos demostrar, más que nunca que, por encima de todo, amamos la luz y sólo en ella podemos hallar la felicidad.

Música en el silencio del alba.

La tecnología informática, no hay duda, ha revolucionado el mundo de la música, en mi opinión, algunas veces para bien y otras para mal.
La facilidad  con la que podemos acceder a ella y la abrumadora cantidad de información que está a nuestra disposición a la distancia de «un click», pueden hacernos creer que no tiene valor, que es algo perecedero, de usar y tirar.
Este es el gran peligro.
Pero sería radicalmente injusto quedarnos sólo con lo malo, las ventajas son, hay que reconocerlo, inabarcables : podemos encontrar cualquier obra, información sobre el compositor, sobre el intérprete, imágenes, vídeos, en cualquier punto del mundo y la Gran Música está al alcance de cualquiera que posea un ordenador conectado a Internet.
Otra cosa es el uso y la calidad con que utilizamos esta inmensa información.
Para un compositor eminentemente autodidacta como yo, es evidente que escuchar mucha música es fundamental,  es el alimento principal del que se nutre mi inspiración.
Para escuchar, fíjate que no digo oir,  música de verdad, se necesita una predisposición interior especial: un estado de alerta tranquila, no tener prisa, disponer de tiempo.
Las condiciones ambientales también son muy importantes: silencio, comodidad, aislamiento…la buena música es exigente y requiere  los cinco sentidos para que penetre en profundidad.
En estos «ruidosos» tiempos, donde tanto cuesta encontrar el silencio y la paz,  dominados por los móviles, los correos electrónicos, los miles de atractivos de programas, filmes y documentales que nos ofrecen por televisión, he descubierto que cada vez me cuesta más encontrar ese momento ideal en que pueda escuchar música en calma sin ser perturbado.
Hace unos años, encontré un sistema que me está proporcionando mi ración musical diaria con gran satisfacción.
Mi hijo Albert,  me compró unos magníficos auriculares Sony que, junto a un minúsculo reproductor mp3, puede contener horas y horas de música. En él he recopilando las obras más sublimes, magníficas, de todos los estilos y épocas que he podido imaginar.
Pues bien, siempre duermo con mi reproductor al lado.
Tengo la suerte, o la desgracia según se mire, de despertarme muy temprano y en esos momentos de semiconsciencia, en la oscuridad y en el silencio del alba, mientras siento el cuerpo y la respiración tranquila de Mari a mi lado, puedo disfrutar con intensidad de la música.
Con los ojos cerrados, sin ningún orden concreto, desfilan ante mis oídos obras de todos los tiempos, nada se mueve, afuera la ciudad todavía duerme mientras yo, poco a poco, voy despertando mientras la música da paso al nuevo día.
Los auriculares me permiten saborear hasta los más sutiles detalles de orquestación sin interferencias.
Hay veces  en que mis sentidos se desperezan poco a poco y otras en las que sucumben de nuevo al sueño y la música sigue sonando, conduciendo mi subconsciente en alguna misteriosa aventura onírica que, seguramente, nunca recordaré, pero quedará gravada dentro de mi en algún lugar de mi cerebro.
Me gusta que mi primer contacto con la realidad del nuevo día, después de saborear, en cierta forma, la muerte disfrazada de sueño, sea con la Música, con el Arte, que perdurará para siempre, proyectando un rayo de esperanza y eternidad a todos los que sean capaces de encontrar el momento adecuado para detenerse, en esta locura que es la vida, a apreciar su belleza.

 

Sobre la ambición.

Gracias a nuestra orquesta Ensemble XXI, he tenido la gran suerte de conocer y hablar largamente sobre muchos aspectos de la música y de la vida, con grandes maestros, algunos de ellos, podríamos considerar, están «en lo más alto» a nivel profesional considerados como grandes figuras dentro de su especialidad.
Son muchas las cosas que aprendo y me impresionan en estos encuentros, muchas veces, he de confesarlo, a nivel personal, me han decepcionado y he descubierto que, detrás de una brillante carrera puede esconderse una persona infeliz, insatisfecha con lo que tiene, insegura como un barco sin rumbo que todavía no ha encontrado su destino y, a pesar de haber conquistado grandes logros, seguirá sin encontrarlo.
Una vez, uno de ellos, quizás uno de los más considerados, hablando de uno de sus alumnos dijo la siguiente frase: «Lo tiene todo para triunfar: talento, trabajo y es muy ambicioso»
Entiendo el sentido de la frase, naturalmente, el maestro quería destacar las cualidades indispensables para triunfar en este competitivo mundo: el talento obviamente es necesario, trabajar, como no, hay que hacerlo muchísimo, pero…¿ser ambicioso?…Esta palabra, me sonó muy mal en su momento y aún ahora, tengo serias dudas de si podemos considerar la ambición una cualidad o…un terrible defecto con consecuencias desastrosas.
El afán de superación es sin duda una gran cualidad, el querer ser mejor cada día que pasa, caminar hacia una meta, luchar por un sueño…¿es eso la ambición?
De eso no estoy tan seguro.
La ambición, como yo la entiendo, es como un saco sin fondo: nunca está satisfecha, siempre quiere más y más, busca su objetivo sin tener en cuenta los daños que pueda ocasionar a los demás, está por encima de todo, puede convertirse en un veneno para el alma, un veneno que nos carcome por dentro y nos aboca irremediablemente hacia una amarga infelicidad perpetua.
Yo siempre he imaginado que el mundo es como un enorme puzzle incompleto, en el que cada cual ha de encontrar su lugar, por supuesto, quiero pensar que hay miles de lugares donde encajamos, donde podemos realizar la misión a la que estamos destinados, donde nuestras cualidades, únicas e irrepetibles, encajan y brillan haciendo que nos sintamos útiles al servicio de los demás.

Nuestro paso por el mundo debería ser una búsqueda de ese lugar, y antes de eso es necesaria una profunda mirada hacia adentro para conocernos, para escuchar lo que nos dice nuestro corazón.
La verdadera felicidad es andar por la vida con los ojos abiertos a las «señales» que nos indican que nos acercamos poco a poco a nuestro destino, que, a veces nos cuesta reconocerlo, es muy diferente de lo que sería «triunfar» según los parámetros del Siglo XXI, es decir: dinero, fama, poder.
Es una gran fortuna encontrar nuestro lugar aunque, es posible, que nuestra misión sea únicamente eso, andar lentamente hacia adelante, disfrutando de la maravillosa aventura de la Vida.