La tecnología informática, no hay duda, ha revolucionado el mundo de la música, en mi opinión, algunas veces para bien y otras para mal.
La facilidad con la que podemos acceder a ella y la abrumadora cantidad de información que está a nuestra disposición a la distancia de «un click», pueden hacernos creer que no tiene valor, que es algo perecedero, de usar y tirar.
Este es el gran peligro.
Pero sería radicalmente injusto quedarnos sólo con lo malo, las ventajas son, hay que reconocerlo, inabarcables : podemos encontrar cualquier obra, información sobre el compositor, sobre el intérprete, imágenes, vídeos, en cualquier punto del mundo y la Gran Música está al alcance de cualquiera que posea un ordenador conectado a Internet.
Otra cosa es el uso y la calidad con que utilizamos esta inmensa información.
Para un compositor eminentemente autodidacta como yo, es evidente que escuchar mucha música es fundamental, es el alimento principal del que se nutre mi inspiración.
Para escuchar, fíjate que no digo oir, música de verdad, se necesita una predisposición interior especial: un estado de alerta tranquila, no tener prisa, disponer de tiempo.
Las condiciones ambientales también son muy importantes: silencio, comodidad, aislamiento…la buena música es exigente y requiere los cinco sentidos para que penetre en profundidad.
En estos «ruidosos» tiempos, donde tanto cuesta encontrar el silencio y la paz, dominados por los móviles, los correos electrónicos, los miles de atractivos de programas, filmes y documentales que nos ofrecen por televisión, he descubierto que cada vez me cuesta más encontrar ese momento ideal en que pueda escuchar música en calma sin ser perturbado.
Hace unos años, encontré un sistema que me está proporcionando mi ración musical diaria con gran satisfacción.
Mi hijo Albert, me compró unos magníficos auriculares Sony que, junto a un minúsculo reproductor mp3, puede contener horas y horas de música. En él he recopilando las obras más sublimes, magníficas, de todos los estilos y épocas que he podido imaginar.
Pues bien, siempre duermo con mi reproductor al lado.
Tengo la suerte, o la desgracia según se mire, de despertarme muy temprano y en esos momentos de semiconsciencia, en la oscuridad y en el silencio del alba, mientras siento el cuerpo y la respiración tranquila de Mari a mi lado, puedo disfrutar con intensidad de la música.
Con los ojos cerrados, sin ningún orden concreto, desfilan ante mis oídos obras de todos los tiempos, nada se mueve, afuera la ciudad todavía duerme mientras yo, poco a poco, voy despertando mientras la música da paso al nuevo día.
Los auriculares me permiten saborear hasta los más sutiles detalles de orquestación sin interferencias.
Hay veces en que mis sentidos se desperezan poco a poco y otras en las que sucumben de nuevo al sueño y la música sigue sonando, conduciendo mi subconsciente en alguna misteriosa aventura onírica que, seguramente, nunca recordaré, pero quedará gravada dentro de mi en algún lugar de mi cerebro.
Me gusta que mi primer contacto con la realidad del nuevo día, después de saborear, en cierta forma, la muerte disfrazada de sueño, sea con la Música, con el Arte, que perdurará para siempre, proyectando un rayo de esperanza y eternidad a todos los que sean capaces de encontrar el momento adecuado para detenerse, en esta locura que es la vida, a apreciar su belleza.